Cuenta el mito la gesta de un soldado griego, llamado Filípides, que en el siglo quinto antes de Cristo le fue encomendada la tarea de recorrer a pie los 42 km que separaban maratón y Atenas para anunciarles a los ciudadanos atenienses la victoria sobre el ejército persa. Tras lo cual, justo tras pronunciar tan buena nueva, cayó fulminado de cansancio.
Algo así viene a mostrarnos 1917, una película que, apoyada en una sucesión de preciosistas y funcionales planos secuencia, nos muestra una versión más moderna del mito griego de Maratón. La salvedad, aquí no hay victoria aún, sino trampas y sangre.
Argumento de 1917
Al borde de las trincheras del bando inglés en la Primera Guerra Mundial un teniente le da una orden clara y precisa a dos soldados rasos y algo torpes: deben detener el ataque que el frente de su batallón tiene previsto hacer en menos de veinticuatro horas. Esto se debe a que sospechan que el bando enemigo les va a tender una trampa, por lo que la integridad de sus compañeros, entre ellos el hermano mayor de uno de ellos, está en serio peligro. Para ello deberán superar los algo más de 8 kilómetros que les separan y de los cuales los alemanes acaban de huir.
Crítica de 1917
En un momento dado de la película, se oye una frase tan potente como verdadera: la esperanza puede ser dolorosa. La esperanza es el eje que vertebra la película, la esperanza cuando apenas no hay lugar para ella, la esperanza de llegar a casa sano y salvo cuando apenas la hay para avanzar cien metros.
Sam Mendes maneja con fina brillantez el hilo de esperanza que vertebra la película. Te lo muestra al principio, aparentemente fuerte, con el caminar firme de los soldados. Pero no vas a volver a verlo así, lo va a someter a una tensión continua y magnífica que te hará incluso dar algún respingo, va a hacer nudos con él, lo va a manchar de sangre y va a prenderle fuego. Pero eso ya lo sabes, has venido a la guerra, no a un paseo, soldado espectador.
Pero el espectador sabe tan bien con el director que sin hilo no hay red, que sin esperanza no hay fe y, que sin esta, no hay lugar a nada. Te vas a meter tanto en el papel que vas a desear que ese hilo no se rompa jamás, que todo salga bien, y casi se te moverán los pies cuando la cámara se pose en la espalda de un protagonista dando giros frenéticos. Sufrirás, reirás con algún chiste con el que relaja la tensión algunos segundos de forma elegante, pero disfrutarás, al fin y al cabo.
En la piel de dos héroes anónimos
Todo cuanto hay en la película funciona. Pasa una hora sin que te enteres, ese fue el tiempo exacto que tardé en mirar el reloj (una proeza en los tiempos que corren). Con la sensación en el cuerpo de un plano secuencia continuo se suceden las escenas, juegos de luces en la noche y entre las sombras, con algunos plot twist brillantes, con diálogos inteligentes.
Así se nos presenta a dos anónimos, obligados a ser héroes, con una responsabilidad inaudita a sus espaldas. Porque a veces los héroes no nacen, se hacen, se deben hacer sin poder elegirlo ellos mismos. Y es aquí donde reside la magia de la película; señala el heroísmo lo encumbra, lo ensalza, lo magnifica… pero sólo para hacernos ver la verdadera heroicidad, junto a la esperanza que trae bajo el brazo, es a veces dolorosa. Que lo idóneo es que no la necesitemos, que con el honor debería ser suficiente, al menos si no existieran los villanos.
El mito de los salvajes alemanes
Uno de los puntos que vienen a la mente es qué hay de verdad en torno al mito de los salvajes alemanes en las dos guerras mundiales. Estamos acostumbrados, y esta película no es una excepción, a ver a unos animales sedientos de sangre y sin una pizca de honor; frente a los siempre valerosos y gentiles estadounidenses o ingleses. Y cabe preguntarse, casi de un modo retórico, ¿es esto una realidad constatable o una apropiación de Hollywood?