Aún recuerdo que, siendo un adolescente imberbe, me hice una promesa: nunca jamás, bajo ninguna circunstancia, bebería alcohol sin amigos, tomaría un café sin compañía, ni iría al cine solo. Ya podrían caer bolas de fuego del cielo que, si en el único lugar donde pudiera refugiarme tuviera que llevar a cabo alguna de estas tres actividades, yo hubiera dado por finiquitada mi existencia.
Tardé varios años en romper esta creencia, y fue de un modo paulatino. Empecé por no verlo tan mal para algún tipo de persona o algunas situaciones muy concretas, pasé por varias fases intermedias, desde el creciente interés por las motivaciones de las almas solitarias que lo hacían hasta la curiosidad por sentirlo en mi piel.
Finalmente, un día en el que todo a mi alrededor giraba sin sentido alguno, bebí una copa de vino mientras releía, por pura necesidad, El viejo y el mar. Tiempo después, tomé dos cafés en una cafetería moderna mientras me enfrentaba a los problemas que llevaba tiempo rehuyendo. Poco a poco mis dogmas, que en algún momento habían sido férreos e infranqueables, se derrumbaban hasta dejar apenas unos cascotes inservibles. Mi Muro de Berlín de la soledad.
Tuvo que pasar un tiempo para enfrentarme al tercero. Quizás el que más respeto me daba, probablemente porque te expone socialmente, ante parejas, grupos de amigos, padres e hijos, de un modo que no lo hacen los otros dos. Hasta que un día algo hace click, o una capa invisible que no sabes muy bien de qué está compuesta, pero que sabes que te rodea, desaparece.
Razones para ir al cine solo
Es difícil establecer las razones que te llevan a ir al cine solo. En mi caso, tras reflexionar, he llegado a la conclusión que existen dos factores clave. Por un lado, paso demasiado tiempo acompañado; en el trabajo, al salir con amigos, comidas familiares… es escaso el tiempo que puedo dedicarme a mí mismo, mirarme metafóricamente en el espejo, pensar quién soy, dónde estoy, hacia dónde me dirijo. Por otro, siempre estoy haciendo algo. En contadas ocasiones puedo convertirme en alguien pasivo que se dedica simplemente a observar, sentir, recibir sin producir absolutamente nada.
Todo esto me abruma hasta el punto de desear abandonar todo aquello que gira a mi alrededor. Que me rodeen cosas hechas en lugar de tener que hacerlas yo. Y, para ello, la mejor solución que se me ocurrió, fue acudir solo al cine.
De qué hablamos cuando hablamos de ir al cine solo
Cuando fui al cine solo por primera vez, no todo empezó en la reproducción. Tampoco al entrar a la sala ni al acceder al recinto; ni siquiera en el trayecto que hice. Donde realmente empieza el ir al cine solo es varias horas antes. Buscando a qué cine ir, decidiendo qué película ver. El inicio de la reproducción es un inicio, pero no el inicio total, es el comienzo del fin de un proceso.
Una intuición me llevó a elegir los famosos Renoir de Retiro. Algo me echaba para atrás respecto a una sala en un centro comercial o de estilo más moderno. Sentía que si iba solo era más adecuado acudir a una sala clásica, ligada al V.O.S.E., a los asientos incómodos y una ubicación más tradicional. Cosa similar ocurrió con la película, ese mismo algo me hace elegir una película ligeramente más independiente (Parásitos) ante algo más popular. Me resultaría raro, siendo un novato en estas lides, ver, por ejemplo, Los vengadores.
Mi experiencia al ir solo al cine
Decido ir después de trabajar. Las horas previas son deliciosas, extrañas pero deliciosas. Tengo que soportar en el trabajo las culpas de algo de lo que no soy responsable. Cosa que hago sin inmutarme, pero a lo que habría entrado al trapo en otra situación; se debe a que tengo una esperanza en mi horizonte, algo en lo que pensar y por lo que vale la pena pasar penurias. Como con fruición aunque no tenga apetito, exactamente como lo haría si tuviera un examen importante o una prueba médica seria.
A pesar de que si compro las entradas por internet me hacen un ligero descuento, decido adquirirlas en taquilla. Comprarlas a través del móvil y mostrar el código supondría esconderme de algo, prefiero dar la cara. Uno de los tabúes que supone ir al cine solo, es pedir a la taquillera una única entrada. Según nos han enseñado los malos sketches de humor es que, tras pedírsela a la taquillera, esta alzará la cabeza y gritará por la megafonía «¿estás seguro de que quieres una única entrada?», a lo que la cola que hay detrás de ti se asomará para verte y empezará a murmurar toda clase de lamentos mientras te señalan. También alguna burla. Pero obviamente nada de eso ocurre, nadie te mira, nadie se gira, nadie dice absoutamente nada.
Por curiosidad, y para hacer tiempo, me acerco a una máquina y simulo una nueva compra. Quiero ver cómo de llena está la sala, cómo de tocada la industria del cine a través de los espectadores de una película potente en un viernes lluvioso. Y la imagen que me encuentro me deja sorprendido, tanto que decido hacer una foto a la pantalla. Todo el mundo que hasta ese momento ha comprado una entrada está solo, tanto o más que yo. Solemos pensar que somos seres únicos, con motivaciones e ideas únicas, pero en rara ocasión esto es así. Somos mucho más iguales de lo que pensamos, entiendo en ese instante que un buen puñado de personas se sienten tan abrumadas como yo, que necesitan exactamente lo mismo que yo necesito. Soy consciente de que a pesar de que estaré solo, estaré rodeado de personas similares a mí.
Ya en la puerta percibo el olor de palomitas, mezcla del aceite, sal y el propio maíz. Odio comer palomitas en el cine, me parece una distracción para uno mismo y una molestia innecesaria para el resto. Pero adoro el olor a palomitas, un cine que no huela a palomitas no es del todo un cine. ¿Podrían poner en un cine una máquina que tire directamente las palomitas por un sumidero? Pagaría un extra por ello, jamás lo haría por butacas vip, pero no escatimaría por algo así.
Entro a la sala y, por un instante, siento un súbito sobrecogimiento. Mezcla del cambio de luz, del alboroto al silencio y del paso del frío invernal al calor artificial, tengo la percepción de entrar en un lugar especial. Algo similar creo que deben sentir los investigadores que entrar en una cueva ancestral. Noto por primera vez la enorme frontera entre lo que hay a un lado y otro de la puerta, como si hubiera cruzado un portal hasta otra dimensión. Puede que sea la promesa que hace el propio cine y que no puedes tener viendo una película en tu casa. Todo lo externo y cotidiano se aleja, mientras que la película, la sala, las butacas y las personas que estamos dentro tendemos a comprimirnos hacia un punto común: la pantalla donde ahora hay anuncios varios y, donde en unos minutos, ocurrirá todo.
Falta aún media hora para que empiece la proyección, quiero hacer una preciosa foto de la sala vacía para ilustrar estas líneas, con un pie de foto que diga «la belleza de una sala de cine vacía». Craso error, ya hay un buen puñado de personas esperando en sus asientos, atentos ya a lo que pueda pasar, como si existiera la remota posibilidad de que un maléfico encargado del cine decida darle al play mucho antes de lo previsto. Debo reconocerlo, he querido ser el empollón que se presenta mucho antes del examen en clase para ganarme el visto bueno del profesor, sin saber que el empollón de verdad se presenta mucho mucho antes sin planificarlo siquiera.
Pasan los minutos de comerciales y empieza la película. La veo de un modo distinto a como lo hago en casa con mi televisión y plataformas diversas. Aquí no puedo pausar la reproducción para ir al baño o coger algo de comer o beber, tampoco me permito mirar el móvil o la hora en el reloj, ya puede arder Troya, que tendrán que esperarme sus cenizas. No puedo rebobinar para revisar un plano, una escena o un comentario que no haya entendido bien, por lo que debo prestar más atención para que nada se me escape, sólo tengo una oportunidad para captar todo lo que ocurra. De entrada, por lo tanto, debo hacer un sacrificio mayor al que haría en mi sofá; pero es un sacrificio recompensado. Me mimetizo más con la película, capto cada hilo del argumento, puedo recordar cada nimio detalle al acabar. He recogido, en resumen, mucha más información de lo que hubiera hecho viéndola de otro modo.
Durante las algo más de dos horas que dura la película, olvido todo lo que me ha pasado ese día, esa semana, esos últimos tiempos. Tan solo existen los personajes de la propia película. Y yo, casi soy uno más de ellos, estoy más cerca de la trama de lo que lo he estado nunca en mi vida.
Por suerte, todos mis problemas desaparecen; por desgracia, todo lo que he conseguido y a lo que otorgo valor, también. No existe la incertidumbre de mi vida laboral, como tampoco mi carrera universitaria o el mínimo reconocimiento profesional que pueda tener. Mi vida se deshace como un puñado de arena de playa que se me resbala de las manos con la sucesión de las escenas. Los miedos atávicos desaparecen: no pienso en el futuro, tampoco pienso qué puede ser o qué puedo tener con la chica que me gusta, no hay rastro de orgullo que pueda lastimarme o tomar decisiones estúpidas.
Al terminar la película me siento renovado. Salgo del cine mascando los planos, las miradas, la interpretación de los personajes, evalúo los chistes y los diálogos que soy capaz de retener. Al salir a la calle no soy aún consciente de lo que me rodea, como si todavía me encontrara despertando de un trance. A pesar del frío, no me abrocho el abrigo, dejo la bufanda reposando sobre los hombros.
Deambulo durante varios minutos. Camino de calle en calle, sin mirar dónde estoy ni dónde voy, simplemente ando sin un objetivo fijo. Miro a mi alrededor, a la gente que camina, los vehículos que pasan, oteo las cornisas y los ornamentos de los edificios. Todo lo que me rodea parece haber cambiado ligeramente su aspecto. Estoy así durante varios minutos, hasta que empiezo a notar algunas gotas de lluvia en mi cabeza, hasta que empiezo a ser consciente del frío que hace. Miro el mapa en el móvil para poder ubicarme y ver cómo dirigirme a casa: tengo que coger autobús varias calles más allá.
Me resguardo en la parada. Quien soy, mis problemas, mis pensamientos y, en resumen, todo lo que había dejado atrás en la sala de cine, se introduce de nuevo en mi interior, como si hubiera andando detrás de mí y sólo me hubiera podido dar alcance al pararme. Abrocho mi chaqueta y anudo mi bufanda al cuello. Veo cómo el autobús que debo coger dobla la esquina, soy el único de los que esperamos que lo va a coger. Saco mi monedero que contiene la tarjeta de transporte del bolsillo trasero de mi pantalón y extiendo el brazo para que el conductor pueda verme.